domingo, 31 de enero de 2016

3.20

Ella está triste.

Intenta disimularlo, revolviendo distraídamente el contenido de la olla que reposa sobre la hornalla. Fija su vista en las cebollas que poco a poco se van dorando gracias a la cobija del aceite caliente. Finge estar concentrada en lograr que la verdura llegue al punto justo, pero en su mirada se nota que ella no está ahí. Que hoy su cabeza está en otro lado.

Que hoy, ella está triste.

Voces familiares se escuchan en el fondo del pasillo. Alguien pide algo gritando desde el baño y otro alguien va a alcanzárselo, para no obligarla a ella a abandonar la cocina, arriesgando así que la comida se queme. Una risa azota la casa, pero ella no se estremece. Todo ese ambiente cálido, los comentarios risueños, las bromas graciosas le resbalan. Hoy ella es impermeable a cualquier sonrisa que le quieran contagiar.

Porque hoy ella está triste.

Pica un poco más de cebolla, porque como buena autómata sabe muy bien que a hace falta un poco más a la receta, sino las cantidades no van a dar y alguien se quedará con hambre. Disconforme. Como ella en ese momento. Piensa - por enésima vez - qué tan distinta sería su vida si ella fuera como ese alguien. O como cualquiera. Si ella fuera una más de los que se quejan en voz alta y sin medir cómo impacta su disconformidad al resto.

Piensa que tendría que hacerlo. Que debería quejarse más. Manifestarse más. Mostrar más qué es lo que le pasa. Piensa que todo sería distinto entonces, porque entonces, quizá entonces, todos se preocuparían más por cómo le impactan las cosas y ella no se sentiría obligada a estar ahí, revolviendo la cebolla mientras se reoga y fingiendo así que no le pasa nada.

Piensa que no tendría que fingir que no está triste.

Sabe que en el fondo nadie la obliga a fingirlo. Sabe que si se manifiesta, contará con apoyo en sobre manera. Sabe que nadie le exige estar bien en todo momento y que nadie se atrevería a disminuirla por sentirse mal. Sabe que cuenta con las personas indicadas...

Pero aún así, hoy ella está triste.

"¿Por qué?" se interroga a sí misma, duramente en su fuero interno. "¿Por qué estás triste? ¿Por qué hoy las cuentas no te dan para ser feliz como sos siempre?". Repasa mentalmente los acontecimientos. Durmió poco y mal, anoche salió. Tomó cerveza, no demasiada, pero cada vez que toma descansa mal y poco. Siente los dientes pesados y sabe que los apretó mientras dormía. ¿Estresada ya? ¿Y por qué?

Una brisa amenazadora la golpea de frente, entrando por la ventana de la cocina. Será mejor cerrarla si no quiere que el viento termine por apagar el fuego de la hornalla. Desprende sus ojos de la mesada por primera vez y deja reposar su mirada en la inmensidad del cielo que se ve a través del cristal. Los relámpagos lejanos indican que la lluvia está cerca. Todavía hay estrellas, todavía no ha caído una gota, pero la tormenta es inminente.

Como la que se está gestando dentro de ella.

Todavía no ha gritado, no ha llorado, no ha fruncido el ceño. No se ha quejado ni se ha manifestado. Simplemente ha dejado de sonreír - quizá ese sea el primer relámpago. Sabe entonces que la lluvia está cerca. Que la tormenta es inminente. Que ella está triste.

Camina hacia la heladera, aún como autómata para buscar algunos tomates que correran el mismo destino que las cebollas. Hace una parada en donde están los condimentos para tomar algunas especias. Todavía las cuentas no le dan, todavía no sabe qué es lo que la hace estar triste...

Y entonces recuerda las palabras escritas en la pantalla. El susurro de una voz en su oído. Y siente el vuelco al corazón. El estómago se le hace un nudo y ella instintivamente se muerde su labio con rabia. Ahora ya sabe porqué está triste. Porque ha sido herida.

Herida como el cielo cuando abre grietas entre las nubes que lo cubren cuando se avecina una tormenta. Grietas que dejan ver apenas un atisbo de la luz que emana la luna. Ella está igual de herida que el cielo y sabe que es cuestión de tiempo hasta que la tormenta se desate. Los hilos de luz son cada vez más finos.

Pero ella sigue ahí. Triste. Parada como si nada, ajena al jolgorio de su hogar, a los comentarios bromistas de su familia. Ella sigue ahí, rodeada de gente y aún así completamente sola dentro de sí. Porque aunque haya muchos brazos alrededor, es muy difícil que algún par de brazos ajenos lleguen a abrazarte el alma. Y ella necesita eso: un abrazo al alma.

De pronto, la radio comienza a entonar una canción familiar. Ella la recuerda, sabe que la conoce. Nunca le prestó atención a la letra, pero la voz es inconfundible. La melodía también. Y entonces algo dentro de ella se sacude. No sabe bien qué es, no sabe bien porqué, pero se siente más tranquila. A medida de la canción va avanzando y entrando por sus oídos, la música va poblando también su interior.

Sin cuestionar demasiado el poder de semejante hechizo pero encantada con el resultado, continúa con su labor pero ya no como una autómata. Por alguna razón, la tristeza parece estar migrándo de ella de a poquito. Ella intenta retenerla en un ademán más curioso que masoquista, ya que la desconcierta que semejante tristeza que se hallaba tan bien instalada dentro de ella pueda ser removida con tanta facilidad. Presta atención a lo que cocina, su mirada vuelve a lo que está haciendo y su cabeza también.

El cantante sigue entonando en la radio y ella continúa bajo ese encantamiento. Con cada chasquido que oye de la guitarra que teje la melodía que envuelve aquella voz masculina, el nudo de su estómago se desata de a poco. Sus caderas le piden moverse al ritmo de la música y ella, incapaz de resistir aquel extraño encantamiento, no puede más que hacerles caso.

Bailotea un poco mientras remueve las verduras en la olla. Baja el fuego con un grácil movimiento de la mano y mientras espera ahí, que todo termine de cocinarse, continúa bailando en su lugar. Se aproxima el último estribillo de la canción y un calorcito le va subiendo al pecho. Siente. Lo siente. Un abrazo al alma.

Paz.

La sonrisa asoma en su rostro,de nuevo. Inevitablemente.

Tan solo se oyen los acordes finales de la canción. Ella apaga el fuego porque la comida así se lo pide. Termina de condimentar y sirve en los platos. Hizo bien en ir por esa cebolla, sino iban a quedarse con hambre y no iba a alcanzar para todos.

La canción terminó. Ya se pasaron tres minutos y veinte segundos desde que empezó y el inevitable fin llegó. Pero el hechizo permanece. Ella aún tiene ganas de bailar, aún siente el calor en su pecho. Ella tiene el alma abrazada y ya no tiene nada que disimular. Carga dos platos en sus manos y antes de encaminarse hasta la mesa, un estruendo la obliga a estremecerse de pies a cabeza. A continuación, el ensordecedor sonido de gotas cayendo. Miles, incontables gotas cayendo violentamente a la par, únicamente para estrellarse contra el suelo. La lluvia anunciada, la inevitable tormenta ya está acá.

Pero ella ya no está triste.

1 comentario:

  1. He sentido cosas parecidas, he sentido como estaba presenciando esos detalles y acontecimientos. Simplemente la forma en la que te expresas es precioso, precioso y profundo.
    Gracias, saludos.

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